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A finales de junio, cuando ya cientos de sus trabajadores estaban infectados con COVID-19 y varios habían muerto, Kenneth Sullivan, director ejecutivo de Smithfield Foods, la productora de carne de cerdo más grande del mundo, envió una carta muy enfática a dos senadores estadounidenses que habían iniciado una investigación acerca de los brotes pandémicos en las plantas empacadores de carne y girado advertencias a la industria en cuanto a una escasez inminente de alimentos.
Con términos contundentes y francos, Sullivan reprendió a los críticos por sugerir que Smithfield se había visto demasiado lenta para impedir que la enfermedad se propagara entre sus empleados y en las comunidades de sus alrededores. Estos “historiadores revisionistas”, escribió, se rehusaban a “respetar la realidad” cuando decían que las empacadoras de carne habrían podido espaciar a sus empleados, desacelerar las líneas de procesamiento o hacer acopio de mascarillas.
“Lo que nadie previó, y que nunca ha sucedido en nuestras vidas, es la situación que estamos atravesando en estos momentos”, escribió Sullivan. “Me refiero a que nuestras instalaciones, que son el eslabón crítico de la cadena de suministro, podrían verse amenazadas en masa por una pandemia que pone en peligro nuestra capacidad para producir alimentos”.
Lo expresado por Sullivan ha tenido eco en empresas empacadoras de carne de todo el país: ¿cómo se habría podido preparar alguien para COVID-19?
Sin embargo, en una investigación de ProPublica se descubrió que, durante más de una docena de años, las empresas fundamentales como las empacadoras de carne habían recibido advertencias acerca de que se avecinaba una pandemia. Con una clarividencia inquietante, tanto expertos en enfermedades infecciosas como planificadores de emergencias modelaron situaciones hipotéticas en las que un virus altamente contagioso ocasionaría un ausentismo desenfrenado en las plantas procesadoras, y esto llevaría a carestías alimentarias y posibles cierres. Los expertos habían exhortado repetidamente a las empresas y a las dependencias gubernamentales a que se prepararan, precisamente, para las cosas que el director ejecutivo de Smithfield ahora denominaba como irrealizables.
“Fue un absoluto desastre para las procesadoras de alimentos, pero no tenía que haber sido así”, dijo John Hoffman, quien desarrolló planes de emergencia para el sector alimentario y agrícola en el Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security, DHS) durante la administración de George W. Bush. “Quizás serían nuevas algunas de las cosas que pudieran surgir durante una pandemia, pero esta situación ha transcurrido prácticamente como lo sugieren los planes correspondientes”.
En cambio, la industria expresó repetidamente que confiaba en su capacidad para manejar una pandemia y, cuando se le pidió que planificara, dependió más bien de una actitud expectante, según lo indican los archivos y las entrevistas.
“Al final de cuentas, esto es lo que sucedió: el mundo se encuentra en medio de una pandemia sin precedentes”, dijo en una declaración Keira Lombardo, vicepresidente de asuntos corporativos y cumplimento de Smithfield. “Los retamos a nombrar a cualquiera en el mundo que se haya preparado plenamente para COVID-19”.
Hace casi 15 años, la Casa Blanca emitió un llamado a los líderes de la industria alimentaria y agrícola, junto con ejecutivos de otros sectores empresariales, con el objetivo de que trabajaran con funcionarios del gobierno para elaborar un plan que sustentara los servicios fundamentales del país durante una pandemia.
La administración de Bush advirtió a las empresas que hasta un 40 % de sus empleados podría ausentarse del trabajo por motivos de enfermedad, cuarentena o temor. También indicó que el distanciamiento social sería necesario, aunque eso afectara las operaciones empresariales. Incluso, los modelos del gobierno mostraron que ese nivel de ausentismo reduciría la producción a la mitad.
El DHS insistió en que las industrias debían identificar a sus empleados esenciales desde ese momento y en que las empresas debían colaborar con las dependencias de salud pública de sus localidades antes de que llegara una pandemia.
Incluso entonces, la fuerza de tareas del sector alimentario subestimó la amenaza y le informó al consejo asesor de infraestructura del presidente, en 2007, que había determinado que “existían pocas instalaciones alimentarias y agrícolas, si es que las había” que justificaran convertirse en prioridad para recibir vacunación en caso de una pandemia.
Su informe también indicó que, si llegara a suceder una pandemia, la industria podría depender del “ingenio americano” para “adaptarse y seguir operando”.
Según los archivos, durante los años posteriores, tanto dependencias gubernamentales como consultores trataron de lograr que la industria cárnica participara en los ejercicios de planificación. La asociación comercial de la industria distribuyó una plantilla para un plan de pandemia que preveía que “la transmisión de enfermedades entre empleados” pondría en peligro las operaciones. El Departamento de Trabajo recomendó que las empresas con “ambientes laborales con alta densidad de empleados” hicieran acopio de suficientes mascarillas para proporcionarle dos diarias a cada empleado durante un periodo de 120 días. En el caso de una planta empacadora de carne grande como la de Smithfield en Sioux Falls, Dakota del Sur, donde trabajan 3,600 personas, eso significaba contar con 864,000 mascarillas.
En lugar de esto, la industria más bien se enfocó en desarrollar protocolos detallados para prevenir enfermedades avícolas y pecuarias, las cuales se percibían como una amenaza más probable.
“Es probable que estuviéramos mejor preparados para problemas de pandemias animales que de seres humanos”, dijo un exejecutivo de la industria cárnica.
Para 2015, un informe federal indicó que el sector alimentario y agrícola aún no había identificado las instalaciones que sería crucial mantener durante cualquier desastre, menos aun una pandemia, y que tampoco tenía “un plan de alcance general” para hacerlo. Varios exgerentes de empresas empacadoras de carne informaron a ProPublica que, durante los años anteriores a 2020, ellos no habían elaborado ninguna planificación para pandemias aparte de revisar las recomendaciones generales para la temporada de influenza (gripe).
El sindicato del sector comercial y alimentario (United Food and Commercial Workers Union, UFCW), el cual representa a los empleados que se encargan de la mayor parte de la producción de carne de res y cerdo de Estados Unidos, también informó que se le había dejado fuera de la conversación.
“Si las empacadoras crearon mucha planificación para esta pandemia, yo no la vi”, dijo Mark Lauristen, director de procesamiento, empacado y fabricación de alimentos del UFCW.
ProPublica se comunicó con ocho de las empresas avícolas y cárnicas más grandes, pero ninguna contestó preguntas específicas acerca de la planificación para pandemias previa a COVID-19. Algunas, como Smithfield, JBS y Perdue Farms, describieron en términos imprecisos diversos planes de emergencia. Tyson y Cargill tenían planes anteriores, pero no informaron si estos se habían actualizado o puesto a prueba. Ni Hormel ni National Beef contestaron nuestras preguntas, y Sanderson Farms no devolvió nuestras llamadas ni contestó nuestros correos electrónicos.
Entonces, cuando los brotes de COVID-19 en las plantas estallaron en el pasado mes de marzo, las empacadoras de carne estaban desprevenidas y tuvieron que ingeniárselas para instalar protecciones básicas como barreras de plexiglás entre los empleados que trabajaban en proximidad y encontrar suficientes mascarillas; se reportó que esto hizo que los empleados de una planta de Tyson en Waterloo, Iowa se pusieran camisetas viejas y antifaces para dormir sobre la cara.
La falta de preparación de las empresas abrumó rápidamente a las diminutas dependencias rurales de salud pública, las cuales acabaron luchando en la vanguardia de algunos de los puntos más críticos del mundo. Desde la costa este de Virginia hasta las altas planicies de Colorado, los hospitales se inundaron de empleados enfermos y sus familiares, al grado de que algunos médicos llegaron a temer que se quedarían sin respiradores.
Con tropeles de empleados ausentes, algunas plantas suspendieron su producción. Algunos supermercados, como Kroger y Costco, limitaron la cantidad de carne que podían comprar sus consumidores. Cientos de Wendy’s, los restaurantes de comida rápida, se quedaron sin hamburguesas. Los agricultores sacrificaron millones de pollos y cerdos, y la carne de res, ave y cerdo aumentó de precio al mismo tiempo que millones de personas perdieron su empleo.
Las dificultades de la industria cárnica se vieron agravadas por el rechazo inicial del virus por parte del presidente Donald Trump, así como por la respuesta lenta y mal coordinada de su administración y las instrucciones cambiantes de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades.
Las dependencias federales que supervisan la industria hicieron poco para ayudar. El Departamento de Trabajo tenía los instructivos para empresas en caso de pandemias que había creado en 2007. Sin embargo, no emitió pautas actualizadas para COVID-19 sino hasta la segunda semana de marzo, después de que empezaron a aparecer los casos en lugares de trabajo. Tampoco dictó pautas específicas para las empacadoras de carne sino hasta finales de abril.
En años recientes, el Departamento de Agricultura de EE. UU. había relajado la vigilancia relacionada con la planificación en caso de pandemias en seres humanos, y no ayudó a las plantas a prepararse durante el periodo inicial de COVID-19, dijeron algunos planificadores de emergencias y exfuncionarios federales.
No fue sino hasta fines de abril, después de que se infectaran unos 5 mil empleados y murieran docenas de ellos, que la mayoría de las principales empacadoras de carne implementó políticas que habían sido convocadas hacía más de diez años. ProPublica descubrió que, a la fecha, más de 39 mil empleados cárnicos y avícolas han tenido resultados positivos en sus análisis de COVID-19 y que ha habido por lo menos 170 muertos.
Por lo tanto, cuando Smithfield y Tyson emitieron la alerta de que peligraba la cadena de suministro de carne del país, esto no sorprendió a muchos expertos en enfermedades infecciosas y planificadores de emergencias de Estados Unidos.
Durante años, ellos habían pronosticado que se rompería.
“Lo he escuchado mil veces en los últimos seis meses: ‘Oh, esto nos tomó a todos por sorpresa’”, dijo Michael Osterholm, director del Centro de Investigación y Políticas sobre Enfermedades Infecciosas (Center for Infectious Disease Research and Policy) de la Universidad de Minnesota. “Durante los últimos 20 años, he escrito precisamente acerca de lo que está sucediendo en estos momentos”.
En 2004, una cepa de gripe aviaria pasó de aves a humanos y docenas de personas en Asia se enfermaron y hasta murieron por la enfermedad. Para los encargados de políticas y los expertos en enfermedades infecciosas, esa fue una señal inquietante de la inminencia del siguiente brote a nivel mundial. Las pandemias pasaron a ser una prioridad en todo el mundo y, en noviembre de 2005, la Casa Blanca emitió una Estrategia nacional para influenza pandémica.
Durante varios años después de eso, la planificación federal para pandemias procedió de manera ágil. En la primavera de 2006, el gobierno federal emitió un plan de implementación de 233 páginas, con el cual se estableció la forma en que el gobierno protegería todo, desde la salud de las personas y los animales hasta la seguridad pública, al enfrentar una pandemia. El documento también dedicaba un capítulo a salvaguardar 17 elementos de la infraestructura crítica del país, la cual incluía presas, redes eléctricas y el suministro de alimentos.
El plan contemplaba un brote de gripe, pero gran parte de su lógica podría aplicarse a COVID-19, dijeron los planificadores de emergencias. En él se daba por sentado que habría portadores asintomáticos y que no habría vacunas ni medicamentos antivirales disponibles de inmediato. También recomendaba medidas para el control de infecciones como el distanciamiento social, mayor sanidad y frecuente lavado de manos.
Las escuelas y ciertos negocios quizás tendrían que cerrar para detener la transmisión. Mientras tanto, las empresas esenciales necesitaban planificar mecanismos para efectuar sus operaciones y al mismo tiempo limitar la propagación de la enfermedad, además de prepararse para que hasta un 40 % de sus empleados estuviera indispuesto.
El DHS emitió una guía de 84 páginas para esas empresas, con instrucciones sobre cómo prepararse para una pandemia y qué esperar de parte del gobierno cuando ocurriera un brote. Por ejemplo, se les pidió que pensaran en cómo podrían encontrar transporte dedicado para empleados, escalonar los periodos de descanso y modificar los espacios de trabajo en oficinas y plantas para implementar el distanciamiento social.
En la primavera de 2007, el Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE. UU. dictó instrucciones provisionales para indicar que las personas debían considerar el uso de mascarillas durante una pandemia si necesitaban estar en un lugar muy concurrido.
En 2009, el Departamento de Trabajo giró instrucciones para alentar a las empresas a hacer acopio de mascarillas si sus empleados trabajaban de cerca. No obstante, Smithfield, JBS y Perdue informaron a ProPublica que no habían inventariado mascarillas antes del coronavirus. Tyson dijo que había comprado equipo de protección personal adicional para sus equipos de respuesta durante el brote de gripe aviaria en 2015, pero que para COVID-19 “no cubriría las necesidades ni siquiera de un día para una sola planta”.
En lugar de ello, cuando los brotes comenzaron, JBS repartió pasamontañas a sus empleados de Greeley, Colorado. Eventualmente, Tyson contrató un avión de carga que voló a China a obtener mascarillas.
“Si hubiéramos realmente aprendido las lecciones y adquirido inventarios, estaríamos en una mejor posición; pero ese es un compromiso económico que las empresas que operan con márgenes estrechos quizás no quieran hacer”, dijo David Acheson, quien estuvo a cargo de defensa alimentaria y respuesta de emergencia en la FDA durante la administración de Bush.
Conforme procedió la planificación para pandemias del país, el DHS asignó investigadores a los laboratorios nacionales de Sandía y Los Álamos con la tarea de modelar lo que podría suceder durante un brote. Los investigadores presentaron simulacros que mostraron una tasa pico de ausencias de un 28 %, además de observar que si la tasa continuaba por arriba de un 10 % durante varias semanas, se disminuiría la producción alimentaria a la mitad. Aproximadamente un 40 % de las empresas “suspendería sus operaciones debido a niveles insuficientes de mano de obra”, dijeron los investigadores.
“La conclusión principal es que, si faltan suficientes empleados a estas plantas por un tiempo suficientemente largo, también puede trastornarse el suministro de alimentos”, dijo Mark Ehlen, investigador científico que trabajó en el estudio de Sandía.
El pronóstico ha sido asombrosamente preciso. Unos documentos que obtuvo ProPublica a través de las leyes de documentos públicos muestran que, desde Carolina del Norte hasta Kansas y Nebraska, las plantas empacadoras de carne tuvieron tasas de ausentismo de hasta un 50 % en las líneas procesadoras, lo cual hizo que la matanza de ganado cayera en un 40 % y la producción de carne de cerdo disminuyera a la mitad hacia fines de abril. Fue entonces que Trump invocó la Ley de producción para la defensa con el fin de ayudar a que las plantas siguieran operando, lo cual presionó a las dependencias de salud estatales y locales a retirar sus recomendaciones de que estas cerraran temporalmente para controlar la enfermedad.
Desde el periodo inicial de la planificación para pandemias, el gobierno federal supo que necesitaba convencer a las empresas debido a que el sector privado es propietario y operador de la vasta mayoría de la infraestructura fundamental. Por lo tanto, en 2006, el secretario del Departamento de Salud y Servicios Humanos de ese entonces, Michael Leavitt, salió a promover su mensaje.
“Nuestro mensaje era muy claro: viene una pandemia, y si creen que de alguna forma el gobierno federal saldrá al rescate, están trágicamente equivocados”, dijo Leavitt en una entrevista. “No porque carezcamos de voluntad o fondos, sino porque una pandemia es diferente a cualquier otro tipo de emergencia y requiere una ética de planificación de parte de toda la sociedad: estados, gobierno, escuelas, hospitales, familias y negocios”.
El DHS ya había creado un grupo para que los dueños y directores de empresas hablaran con funcionarios del gobierno acerca de la preparación y respuesta ante desastres. El Consejo Asesor Asociado para Infraestructura Esencial (Critical Infrastructure Partnershop Advisory Council) a menudo abordaba amenazas como huracanes y ciberseguridad, pero en 2007, la gripe pandémica llegó a ser incluida en la agenda.
Para el sector alimentario y agrícola del consejo, el trabajo pesado por lo general recae en Clay Detlefsen, quien trabaja para una asociación de la industria lechera. Detlefsen había creado un plan para pandemias en 2006 para esa industria, el cual adaptó para el sector alimentario y agrícola en 2007. Poco después, el Instituto Norteamericano de la Carne (North American Meat Institute) lo publicó en línea.
Ese año, un grupo asesor de infraestructura de la Casa Blanca informó acerca de los empleados esenciales que deberían tener prioridad para recibir vacunas durante un brote pandémico. La sección de los representantes del sector alimentario y agrícola no presentó muchos detalles específicos. Aunque partes de la industria, como el empacado de carne, están firmemente consolidadas, el informe indicó que la enorme cantidad de empresas lo volvía prácticamente inmune a las pandemias.
Las asociaciones comerciales reiteraron el mensaje después de ser elegido el presidente Barack Obama, cuando la USDA los reunió para un ejercicio teórico llamado “Flu for Thought II” (Ideas sobre la influenza II). La situación hipotética visualizaba un brote que ocasionaría una escasez de inspectores de seguridad alimentaria, lo cual requeriría que algunas plantas cerraran.
Caroline Smith DeWaal, quien asistió al ejercicio como directora de seguridad alimentaria a nombre del Centro para Ciencias a Beneficio del Interés Público (Center for Science in the Public Interest), dijo que cuando preguntó acerca de las posibles carencias de alimentos recuerda que se le indicó que “No se preocupara, que otras partes del país los suministrarían”.
Cuando la planificadora de emergencias Regina Phelps observó el panorama en 2007, se preocupó: aun con el son de las advertencias, muchas empresas no estaban actuando lo suficientemente rápido para prepararse para una pandemia, o peor aún, se mostraban confiadas. Phelps había realizado consultorías sobre desastres en compañías multinacionales desde 1982, y su labor consistía en pensar en el peor de los casos y en traducir las pautas gubernamentales para el sector empresarial.
De alguna forma pensó que quizás harían algo si ella podía hacerles sentir el gran costo de una pandemia. Fue entonces que convenció a Roche, el fabricante de Tamiflu, para que patrocinara una serie de ejercicios teóricos para ejecutivos de distintas industrias.
Aunque muchas empresas de alimentos, entre ellas Smithfield y Tyson, declinaron su invitación, Phelps señaló que algunos de los compradores de carne más importantes del país sí la aceptaron. En febrero de 2008, en el Hotel Michelangelo del centro de Manhattan, ejecutivos de PepsiCo, Sysco, Nestlé, Food Lion, Compass Group y Target hablaron acerca de cómo se desarrollaría una pandemia en la industria alimentaria.
Una pandemia duraría mucho más que otros desastres y afectaría todos los lugares de trabajo, les advirtió Phelps. Resultaría imprescindible tener una relación con el departamento de salud pública de cada localidad, debido a que, “básicamente, este podría controlar el destino de su organización si invocara leyes de salud pública”, escribió en un informe detallado después del evento.
En cierto momento, la conversación se enfocó en lo que podría ser la cuestión más importante que la industria cárnica ha enfrentado durante COVID-19: ¿cómo “distanciar socialmente” a los empleados de las líneas de procesamiento?
“Ellos realmente no pudieron formar una respuesta clara y cómoda al respecto”, recordó Phelps durante una entrevista. “La respuesta era: ‘Bueno, eso realmente afectaría la producción’. ‘¿Están dispuestos a hacer eso?’. ‘Bueno, realmente no lo sé. Realmente necesitaríamos ver qué tan mal están las cosas’”.
Ante la imposibilidad de distanciarse socialmente, escribió Phelps, contar con mascarillas podría representar la diferencia entre seguir abiertos o cerrar. “Uno de los participantes expresó el temor de muchos”, indicó en el informe, “cuando dijo: ‘Temo que no tendremos suficientes medicamentos antivirales o mascarillas cuando los necesitemos, si no los obtenemos desde ahora’”.
Phelps indicó que cuando inició COVID-19, las que tenían mascarillas fueron las empresas que se habían preparado, particularmente las instituciones financieras, que no solo las tenían, sino que pudieron donarlas a hospitales necesitados.
“Todas las cosas que han ocurrido, todo lo pronosticamos”, agregó. “La gente sencillamente no puede creer que les va a suceder a ellos”.
La primera oportunidad real para probar toda esta planificación para pandemias ocurrió en 2009 con el virus H1N1, conocido también como la gripe porcina, que se originó en el centro de México.
Algunas empacadoras de carne utilizaron su planificación para pandemias y tomaron precauciones en sus instalaciones. De acuerdo con reportajes noticiosos, ConAgra repartió mascarillas a sus empleados en su planta de palomitas de maíz y cátsup en México, además de asignar a un médico. Cargill restringió los viajes a sus operaciones mexicanas y pidió que sus gerentes locales revisaran sus planes de manejo de crisis para determinar cómo podrían continuar sus operaciones en medio de un brote.
Mientras tanto, Tyson indicó en su informe de sustentabilidad de 2009 que varios de sus empleados habían contraído H1N1, pero que había difundido comunicados entre el personal sobre cómo protegerse y proteger a sus familias.
Ese mismo septiembre, cuando el gobierno se preparaba para una segunda oleada, el Servicio de Inspección y Seguridad Alimentaria de USDA hizo un llamado a la industria cárnica a través de un webinario para que se mantuviera alerta. Al final del mismo, Perfecto Santiago, funcionario esa dependencia, ofreció una advertencia conmovedora acerca de la autocomplacencia.
“Debido a que la pandemia ha sido leve”, comentó, “podríamos tender a guardar el plan para pandemias en algún lugar y dejar que se empolve. No debemos estancarnos. Repasemos los planes. Hay que actualizarlos y probarlos”.
Aun así, la advertencia de Santiago quedó desatendida en gran medida durante los años posteriores.
“No hay nada peor que tener un desastre que no sea tan malo”, dijo Phelps, “porque la gente comienza a pensar: ‘No era necesario hacer todo esto. Nos fue bien’”.
Phelps indicó que ella redactó unos 500 planes para pandemias para diversas empresas entre 2000 y 2009. Entre 2010 y 2019, esa cantidad disminuyó a 20.
La industria alimentaria y agrícola también había participado menos en el consejo de infraestructura crítica del DHS durante el periodo en que surgió y desapareció el virus H1N1. Detlefsen comentó que, aunque después del 11 de septiembre el grupo mostró interés en participar, la presencia y energía de la industria se desvaneció con el tiempo. La diversidad de las empresas de este sector, desde granjas y procesadoras de carne hasta restaurantes y supermercados, hizo que fueran difíciles las conversaciones sobre las prioridades. Muchos negocios que se encontraban fuera de Washington percibieron las amenazas como algo teórico y poco probable.
Un ejecutivo de la industria cárnica describió las juntas como “otra de esas cosas de la asociación comercial”.
“Acepto la realidad y no culpo a nadie”, dijo Detlefsen, quien siguió siendo codirector voluntario del consejo durante casi dos décadas, mientras otros iban dejando la organización. “Todos tienen sus desafíos y prioridades”.
Una lista de miembros de 2010 mostró que el grupo se había llenado de asociaciones comerciales, sin que apareciera ni siquiera una sola empresa empacadora de carne.
“No teníamos muchos directores ejecutivos”, dijo R. James Caverly, quien dirigió la sociedad entre el sector público y privado para infraestructura crítica del DHS entre 2003 y 2013. “Al final de cuentas, una asociación comercial no puede ordenarle a la gente que haga las cosas, ni tampoco toma decisiones en cuanto a la inversión”.
Caverly añadió que, después del H1N1, “planificar para pandemias consistía en que había un libro sobre el tema en alguna repisa, y otros asuntos más urgentes tomaron precedencia”.
En 2010, los aportes del sector alimentario y agrícola para el Plan de Protección de Infraestructura Nacional mencionan una pandemia brevemente y solo dos veces. La atención se había concentrado en las enfermedades de animales, enfermedades de origen alimentario y contaminación intencional del suministro de alimentos. El gobierno y la industria siguieron efectuando ensayos teóricos para esas emergencias, pero docenas de los funcionarios que entrevistamos para este reportaje no pudieron recordar si alguno de estos se relacionaba con una pandemia humana.
Caitlin Durkovich, subsecretaria del DHS para infraestructura de 2012 a 2017, señaló que para ese entonces la ciberseguridad y el auge del Estado Islámico habían desviado gran parte de la atención. “Es difícil culpar al sector alimentario y agrícola de manera sobresaliente”, dijo Durkovich. “El gobierno tenía grandes fallas sistemáticas para mantener la mirada sobre esta amenaza”.
Algunos investigadores han tratado de reavivar la atención hacia las pandemias y el riesgo que estas representan para el suministro de alimentos.
Andrew Hugg, exinvestigador de Sandía, observó que la industria alimentaria se consolidó mucho más después de H1N1, creando un modelo que mostraba “escasez alimentaria importante y amplia”.
En 2014 y 2015, Huff trató de plantear el tema ante los encargados de políticas cada vez que viajaba a Washington. El virus del Ébola devastaba el occidente de África y la gripe aviaria circulaba otra vez, poniendo en primer plano nuevamente las inquietudes relacionadas con enfermedades infecciosas. Sin embargo, también indicó que sus visitas no dieron muchos resultados. “A menudo dicen, ‘Buen trabajo’ y luego no hacen nada”, agregó. “Nadie tenía voluntad política para hacer algo al respecto”.
Durante la administración de Obama, el gobierno federal asignó sus fondos e intereses políticos a la Agenda de Seguridad para la Salud Mundial (Global Health Security Agenda), la cual volvió a enfocar la atención hacia el control de los brotes en el exterior, pero se alejó de la respectiva planificación en Estados Unidos, dijo Joseph Annelli, exfuncionario de USDA que trabajó en planificación para pandemias durante la administración de Bush.
Sin embargo, incluso el año pasado los investigadores seguían explicando los desafíos que enfrentarían las plantas empacadoras de carne estadounidenses durante un brote. En 2019, Chia-ping Su, un taiwanés experto en enfermedades infecciosas y becario en los CDC, publicó un trabajo en el que enfatizó la importancia de los lugares de trabajo para controlar dichas enfermedades.
Trabajando con otros miembros del instituto de seguridad ocupacional de los CDC, Su resaltó numerosos problemas que llegarían a obstaculizar la respuesta ante COVID-19. En 2011, un brote de tuberculosis en una planta empacadora de carne de Amarillo, Texas, fue un incidente en el que se demostró que el uso de automóviles compartidos para ir a trabajar podría ser una fuente de infecciones, además de la forma en que las diversas barreras del lenguaje y el temor a las represalias dificultarían una investigación.
“Como empleado, uno pasa más de ocho horas en su lugar de trabajo, probablemente más tiempo que el dedicado a la familia en el hogar”, dijo Su en una entrevista por Skype desde Taiwán. “Entonces, si hablamos de la prevención o del control de enfermedades infecciosas, es muy importante enfocarse en el ámbito laboral”.
Sin embargo, Su señaló que en Estados Unidos el sistema médico raramente registra la industria u ocupación del enfermo al enviar los resultados de laboratorio a las dependencias de salud pública o a los CDC. En particular, este ha sido un problema con COVID-19, ya que demora la capacidad de los epidemiólogos para reconocer los brotes relacionados con lugares de trabajo, dijeron los funcionarios de salud pública.
En retrospectiva, indicaron, la naturaleza del trabajo de las plantas empacadoras de carne hizo que se convirtieran en puntos críticos obvios.
“Pones a 3 mil personas en una planta empacadora de carne después de declarar que hay una enfermedad que se transmite por contacto humano”, dijo Robert Harrison, director del programa de salud ocupacional de la Universidad de California en San Francisco. “No se requiere ser una eminencia científica para saber que hay que implementar programas preventivos. Esta es la enfermedad ocupacional más desastrosa y eminentemente prevenible que he visto en mi carrera como doctor en medicina ocupacional”.
En febrero, John Hoffman, investigador becario principal del Instituto de Protección y Defensa Alimentaria de la Universidad de Minnesota, comenzó a “sonar la alarma a todo volumen” en relación con una pandemia inminente. Hoffman, quien asesora al DHS en materia alimentaria y agrícola, dijo que comenzó a llamar a sus contactos del servicio civil y de los ámbitos académico e industrial —incluidos el sector avícola y cárnico— para preguntarles por qué no estaban activando el plan nacional para pandemias (Hoffman enfatizó que no hablaba en nombre de la Universidad de Minesota ni del DHS).
Por ejemplo, para ayudar al sector alimentario y agrícola a preparase, pensó que los inspectores del USDA podrían trabajar fácilmente con los gerentes de las plantas con el fin de elaborar estrategias para el control de infecciones.
Sin embargo, agregó que no muchos compartían su sentido de urgencia. En marzo, Hoffman circuló un documento entre funcionarios gubernamentales en el que delineaba porciones clave de la planificación para pandemias de la era de Bush relacionadas con la infraestructura fundamental. Evidentemente frustrado, escribió que se había perdido el momento de las dos fases iniciales de respuesta ante la pandemia —planificación y preparación— en virtud de las “instrucciones erróneas” de los CDC y las “decisiones retrasadas y la falta de coordinación entre infraestructuras” del gobierno. Como resultado, las industrias como la agrícola y la alimentaria entraron inmediatamente a la fase de respuesta. Para ese entonces, escribió, las empresas ya habían perdido la oportunidad de obtener equipo de protección personal y de trabajar con gobiernos locales y estatales en asuntos como el control de infecciones, “hasta que el nivel de empleados enfermos se volvió crítico y se puso en duda la viabilidad operacional”.
Su llamado fue recibido con silencio, resistencia y hasta ridículo entre ciertas dependencias y representantes de la industria, dijo. “Me dijeron ‘viejo lunático’”, agregó. “Así está el ambiente. Es una locura. No es profesional”.
Hoffman indicó que no seguir las instrucciones nacionales que se desarrollaron hace 15 años provocó la desintegración de las plantas empacadoras de carne. El gobierno merece gran parte de la culpa por no haber seguido el plan para pandemias, dijo, y por no haber dirigido a la industria. “Cuando el gobierno no enfrentó la situación”, dijo Hoffman, “las empresas tuvieron que arreglárselas solas”.
Representantes de Tyson dijeron que la empresa estableció una fuerza de tareas sobre el coronavirus en enero para que evaluara los riesgos, comenzara a trabajar en planes de mitigación y se abasteciera de equipo de protección personal. Sin embargo, en el campo cundió el caos. “Basta decir que cualquier plan para pandemias que hayan tenido, no era adecuado”, dijo un exsupervisor de Tyson. “Todos actuaron de manera desordenada”.
JBS, que cuenta con docenas de plantas de carne de res, cerdo y pollo en 26 estados, dijo que en febrero comenzó a tener juntas de planificación diarias con sus ejecutivos, con el objetivo de mantenerse al tanto de las instrucciones de los CDC. No obstante, un exsupervisor de esa empresa le informó a ProPublica que JBS no inició su respuesta ante COVID-19 sino hasta marzo, y que, aun cuando conocía los planes de emergencia para incendios, huracanes y tornados, “no recuerdo haber hablado jamás acerca de una pandemia”.
Detlefsen dijo que él también trató de poner planes para pandemias a la vista de la industria alimentaria y agrícola a principios de marzo, y recuerda que un funcionario de la FDA se comunicó con él para comentarle que “deberíamos desempolvar la continuidad de los planes de operaciones y distribuirlos entre las entidades del sector alimentario y agrícola por si esto se pone mal”, recordó. “Luego, en un periodo de una semana o 10 días se desató todo el caos”.
Cuando la FDA volvió a comunicarse con él en ese mes, Detlefsen indicó que les comentó que ya era “demasiado tarde si todavía no habían establecido un plan”.
A pesar de las advertencias de que era necesario entablar relaciones con funcionarios locales de salud pública, los correos electrónicos de varios estados muestran que Tyson no comenzó a contactar a las dependencias locales de salud acerca de COVID-19 sino hasta mediados y finales de marzo. Muchas otras empresas ni siquiera se comunicaron, o, como Smithfield, no respondieron a las indagaciones de varios funcionarios de salud.
Los funcionarios del condado de Crawford, Iowa, batallaron un mes para localizar a alguien de Smithfield con el fin de informarse acerca de los esfuerzos que realizaba la empresa para prevenir los brotes de COVID-19 en su planta local de carne de cerdo. A través de correos electrónicos cada vez más frustrados, Kim Fineran, directora de salud pública del condado, mencionó que había enlistado al alcalde de Denison, la cámara de comercio, un representante estatal, el sindicato local y el Departamento de Salud, pero Smithfield parecía ignorar todos sus comunicados.
“Si no tomamos las riendas, es probable que tengamos una explosión de casos en Crawford y en los condados aledaños”, escribió Fineran en un correo electrónico del 31 de marzo. “No podemos tener ningún impacto en el negocio si no nos responden”.
Después de un pico en mayo, ahora Crawford tiene la segunda tasa más alta de infecciones acumuladas de los 99 condados de Iowa. Sin embargo, ni la empresa ni los funcionarios estatales han divulgado cuántos casos se relacionan con Smithfield.
Un vocero de Smithfield indicó que la empresa “ha estado en comunicación frecuente con una gama de autoridades de salud locales, estatales y federales”.
El primer contacto acerca del coronavirus que tuvo Lauritsen, del UFCW, con una empresa empacadora de carne, fue entre mediados y finales de febrero, dijo, cuando llamó a un empleador para preguntar qué plan tenía si un empleado debía resguardarse en cuarentena. Eso inició charlas con la mayoría de las grandes empacadoras de carne acerca de cómo eliminar los periodos de espera para incapacidades a corto plazo y dar sueldo adicional y extensiones de licencias médicas con goce de sueldo.
Cuando llegó la pandemia, algunas empacadoras de carne anunciaron ajustes en sus políticas de licencias médicas para proteger a empleados de mayor edad y promover que los enfermos permanecieran en sus casas. Aunque los dirigentes corporativos de las empacadoras de carnes enviaron mensajes compasivos, los departamentos de salud pública de todo el país recibieron numerosas quejas de que los supervisores les decían a los empleados que regresaran a trabajar, aunque tuvieran síntomas y que los amenazaban con despedirlos si no volvían.
Muchos empleados dijeron que temían llamar para avisar que faltarían por estar enfermos, independientemente de las nuevas normas, en vista de las políticas tradicionales de la industria de penalizar a quienes lo hicieran.
A través de un correo electrónico de abril pasado, Gina Uhing, directora de un distrito de salud de Nebraska donde se encuentra una planta de Tyson, observó que “con los requisitos de asistencia tan estrictos que ya tenían desde antes de COVID-19, temo que están muy bien entrenados a la expectativa de trabajar, aunque estén enfermos para evitar represalias punitivas”.
En una planta de JBS en Michigan, un epidemiólogo del estado documentó 13 casos en abril, en los cuales los empleados siguieron trabajando a pesar de tener fiebre y otros síntomas. Una enfermera de salud ocupacional de la planta escribió al Departamento de Salud del condado que “incluso una persona de la gerencia recibió amenazas de perder su empleo”. De acuerdo con las notas de la llamada, ella “siente que la alta gerencia no está tomando esto en serio y tampoco comunicándose con sus empleados”.
En su carta a los miembros del Congreso, el director ejecutivo de Smithfield expresó su indignación ante la crítica de que había actuado demasiado tarde. Sin embargo, el 12 de abril, en un correo electrónico dirigido a funcionarios de salud de Colorado, el epidemiólogo estatal de Dakota del Sur Josh Clayton, quien había estado investigando un brote importante en la planta de Sioux Falls de la empresa, señaló que, “al principio, Smithfield Foods aumentó sus precauciones lentamente”.
La carta del director ejecutivo llevaba las firmas de más de 3,500 empleados de Smithfield, la mayoría de ellos empleados administrativos y gerentes. No incluía prácticamente a nadie de la línea de procesamiento, donde arrasaba el virus.
Dulce Castañeda, cuyo padre trabaja en la planta de Smithfield de Crete, Nebraska, dijo que él vio cómo se enfermaban sus compañeros, incluso uno que trabajaba a su lado. Comentó que es importante notar que la carta no llevaba firmas de los trabajadores de primera línea.
Alguien debería preguntarles a esos trabajadores, agregó, o a sus familiares que podrían haberse expuesto a COVID-19 a través de ellos, si las críticas de los senadores en contra de Smithfield eran válidas.
Decir que nadie debía criticar a la empresa, agregó, “presume que ellos están por encima de la ley, de las críticas, por encima de todo”.
Mollie Simon aportó a este reportaje.
Traducción de Mati Vargas-Gibson y Mónica E. de León